La marcha del jueves–como hace 34 años– se hace igual. A las 15:30 comienza la ronda alrededor de la pirámide de Plaza de Mayo. Las Madres llegan sosteniendo la bandera azul que dice “Proyecto Nacional y Popular”. Cada una de ellas agarra un pedazo de la tela para encabezar la caminata. Llegan a la Pirámide de Mayo, enrollan la bandera y cruzan las vallas que dividen la plaza. Las Madres presentes se paran al lado del monumento a Manuel Belgrano, frente a la Casa Rosada, y se quedan mirando a la gente que las rodea. Los alumnos de la Universidad, Las Cristinas –el grupo de mujeres que apoya a la Presidenta de la Nación– y gente que se sumó a la convocatoria, cantan: “Alerta, alerta que están vivos, todos los ideales de los desaparecidos”. Una de las Madres tiene lágrimas en los ojos. No están todas: Juanita Pargament –que con 96 años es la mayor de las Madres– está internada con problemas de salud. El sonido es bueno y Hebe de Bonafini toma el micrófono y habla. Su discurso, como las últimas tres semanas desde que estalló el escándalo, luego será reproducido en todos los medios. Todos esperan escuchar lo que dirá sobre la causa Schoklender. Durante sus palabras, se refiere a él dos veces, pero sin nombrarlo. “Hay que condenar a los malditos”, dice, y finaliza afirmando “hay otras clases sociales a las que le ponés la mano y te la comen”.
Hebe es la más solicitada en la Plaza: todos quiere darle aliento. Una mujer envuelta en llanto la frena en el camino, se saca una cadenita y se la regala. “Gracias compañera” agradece Hebe. Ella es la figura pública de la Fundación, pero no está sola. Detrás hay un grupo de diez Madres que la acompañan siempre. Alguna vez alguien dijo que Hebe era una líder autoritaria que se imponía y no dejaba opinar a las otras. Pero cada vez que habla, las otras Madres aplauden y asienten cada palabra. Cuando termina, las Madres empiezan su retirada. Brazos y hombros prestados las ayudan a bajar de las gradas. Algunas personas frenan su andar, las abrazan, las besan y les preguntan cómo están. Las llenan de cartas y besos. Entre la muchedumbre se escucha un grito: la gente quiere saber como están de ánimo. “¡Tenemos más polenta que nunca!”, contesta la madre Evel Petrini.
La elevada edad que tienen no les permite volver caminando las quince cuadras que separan la Plaza de Mayo hasta la Universidad, en Congreso. El grupo entero sube a la combi blanca que las llevará de regreso a la Fundación y saludan por la ventana. La gente se amontona y algunos acarician el vidrio para saludarlas.
Llanto y risas. En la entrada de la Fundación hay dos estatuas tamaño real de las Madres. La planta baja del edificio –que adquirieron en 1983, al regreso de la democracia–, la conforman unas diez mesas del bar y la Librería. En el piso de arriba funciona la Biblioteca y están las aulas de la Universidad, donde se dictan clases, charlas, seminarios y se hacen los Congresos de Economía y Salud Mental y Derechos Humanos. Al lado de las escaleras de madera, una puerta indica el lugar donde se reúnen todas, llamado la Casa de las Madres. El nombre no es casual: es su sala de reuniones y, también, la cocina. Ahí, mientras comen, charlan y discuten sobre política, derechos humanos y nuevos proyectos. Entre cuadros de menciones, diplomas y fotos de los obreros y casas de la Misión Sueños Compartidos, se mezclan una heladera, dos microondas y una despensa de galletitas.
Las Madres, ya sin el pañuelo blanco en la cabeza, están sentadas alrededor de una mesa larga. Hoy es una ocasión especial: están de festejo. Josefa Fiore, conocida como Pina, cumple 80 años. La cumpleañera levanta la mano y se identifica, orgullosa de su edad. Sobre el mantel blanco de flores azules hay sándwiches y vasos con gaseosa.
–Ya no nos quedó licor para brindar –dice Mercedes Meroño, más conocida como Porota–. Nos gusta el de huevo, el de chocolate, ¡todos!
–Es que las Madres somos unas pendex –remata Evel Petrini.
–Las Madres no somos tristes –explica Beba, mientras se acomoda el suéter naranja.
La cabecera está vacía y la cronista pregunta si puede ocupar la silla.
–Dale, ahí se sienta Hebe, animáte a sentarte en su lugar –desafía Beba y las otras Madres rompen en una carcajada.
Son más que de costumbre, porque las acompañan otras Madres que viajaron para apoyar. En la otra punta hay dos de otras partes del país: María Rosa Palazzo, de Luján, y Sara Mrad, de Tucumán. A su lado, las mujeres de Solma, uno de los primeros grupos de apoyo a Madres, en Francia.
Hoy todo es risas.
–Pero si llegás a venir los martes, estamos a los gritos –cuenta Beba.
Una vez por semana tienen reunión de comisión directiva, donde deciden entre todas los puntos en común y debaten otros. El tema es inevitable y muchos se preguntan cuánto las afectó lo que pasó con el ex apoderado de la Fundación. “Vamos a seguir ayudando a los que merecen una segunda oportunidad –aclara Porota–, todo esto nos hizo más fuertes.” La mayoría tiene anteojos y algunas, en sus cadenitas, un dije o la medallita con la forma del pañuelo blanco.
Llega Hebe, enfundada en un buzo rayado y comienza. Mientras soplan las velitas y cortan la torta de mousse de chocolate con frutillas, reciben un llamado. Es Juanita, desde el hospital: quiere saber cómo salieron los allanamientos.
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