La CNU mató a un gremialista que molestaba a Calabró. La orden la dio el futuro secretario privado de Duhalde.
El 11 de febrero de 1976, poco después de las cinco de la tarde, Omar Abel Giaccio, delegado del Pabellón de Profesionales del Hipódromo de La Plata, entró a la sede del Partido Justicialista, en la calle 59 entre 6 y 7 de esa ciudad, con una idea fija: avisarle a un hombre que lo iban a matar.
Lo vio conversando con otras personas y lo separó del grupo con una excusa que, ahora, no recuerda.
–Carlos, tenés que esconderte. Te van a matar –le dijo, en un murmullo, como se hablaba por entonces sobre la muerte.
–Quedate tranquilo, no pasa nada –respondió el otro.
–Te digo que te quieren matar. Me avisaron. Es la gente de Calabró –insistió.
–Te digo que no pasa nada. Vos quedate tranquilo, andá a tu casa y no salgas.
Carlos Antonio Domínguez, dirigente de los trabajadores del Hipódromo y presidente del PJ platense, sabía que estaba amenazado por la patota del gobernador bonaerense Victorio Calabró. Despidió a Giaccio con un gesto amigable y retomó la conversación que le había interrumpido.
Al día siguiente, el cadáver de Domínguez, con más de cuarenta balazos de distintos calibres, apareció en un descampado al costado del Camino Negro, entre Villa Elisa y Punta Lara. Hace apenas diez días –es decir, más de 35 años después–, Omar Abel Giaccio relató estos hechos durante su declaración en el Juzgado Federal platense a cargo de Arnaldo Corazza. Allí también identificó –en fotografías que le mostraron– a los miembros de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) Carlos Ernesto Castillo (a) El Indio, Juan José Pomares (a) Pipi y Antonio Agustín Jesús (a) Tony como asalariados del Hipódromo de La Plata e integrantes de un grupo de tareas parapolicial que operaba amparado por Calabró.
Una advertencia inútil. El 11 de febrero de 1976 la cuenta regresiva del golpe estaba en marcha y Calabró ya había abandonado el barco que con brutal impericia intentaba timonear la heredera de Perón. El gobernador bonaerense –hombre del sector más cerril de la derecha sindical peronista– estaba en conversaciones con los conspiradores. Para él, el golpe del 24 de marzo sería apenas un episodio de transición que le permitiría regresar tranquilamente a su casa. Mientras tanto, limpiar el territorio bonaerense de troskos, zurdos e infiltrados en el movimiento era una buena ocupación. La banda de la CNU era uno de los grupos encargados de la tarea.
Aquel 11 de febrero, más temprano, Giaccio había recibido una advertencia de su suegro, un hombre de la pata sindical peronista cercano a Calabró, de apellido Morrasca. “La cosa en el hipódromo se está poniendo pesada. Andá a ver al Negro, a ver qué pasa”, le dijo. Si alguien podía tener “la justa” era Alberto El Negro Bujía, secretario privado del Gobernador. De acuerdo con la declaración –tomada en tercera persona, al estilo de los escribas judiciales– brindada por Giaccio el 9 de junio pasado en el juzgado de Corazza, Alberto Bujía lo recibió en la gobernación y Giaccio le preguntó qué iba a pasar, “a lo que éste le responde que se corra del hipódromo, que van a haber ‘boletas’, y que seguramente en el día de la fecha iba a caer un dirigente gremial”. Siempre según la declaración bajo juramento de Giaccio, Bujía le dice que el que iba a caer “seguramente era Domínguez, preguntándole si lo conocía”.
El Negro Bujía no hablaba al pedo. Para la pesada, el secretario privado de Calabró era la voz del Gobernador. Cuando daba una orden, nadie ponía en duda de dónde venía. Bujía había sabido ganarse la confianza de Don Victorio, como también después se ganó la de otro hombre de Calabró que llegaría muy lejos: Eduardo Alberto Duhalde (a) El Cabezón, por entonces intendente a la fuerza de Lomas de Zamora. Cuando el ex bañero de Lomas se transformó en vicepresidente de la Nación, Alberto Bujía asumió como su secretario privado.
Fue ese mismo 11 de febrero de 1976 que, después de hablar con El Negro, Giaccio salió espantado de la gobernación y enfiló hacia la sede del PJ para avisarle a Domínguez que lo iban a matar.
Banda en operaciones. En la oscuridad de las primeras horas del 12 de febrero, dos Ford Falcon, con entre ocho y diez personas a bordo, salieron de la casa quinta que El Indio Castillo alquilaba en la calle 4 entre 76 y 77, en las afueras de La Plata. Era un lugar conocido e intocable para la Bonaerense, utilizado como arsenal y base de operaciones por la CNU. Miradas al Sur pudo averiguar que de allí partieron Castillo, Dardo Omar Quinteros, Tony Jesús, Martín Osvaldo Sánchez (a) Papucho, Pipi Pomares, Alfredo Lozano (a) Boxer, Ricardo Calvo (a) Richard y otro integrante de la banda a quien por ahora se identificará como El Flaco Blas. El destino había sido indicado por Castillo antes de salir: la casa donde vivía Carlos Antonio Domínguez con su mujer, Silvia Ester.
La calle está vacía. Castillo golpea con violencia la puerta al grito de “¡Abran, policía!”, y cuando la mujer se asoma, la empuja hacia adentro. Detrás entran los otros, con las armas empuñadas, menos dos que quedan al volante de los autos. Cinco minutos después salen con Domínguez. Lo lleva El Indio, apoyándole la pistola en la cabeza. El hombre no es lo único que se llevan de la casa. Entre los objetos que se llevan, destacan una máquina de escribir y un redoblante.
Con Domínguez en el asiento de atrás del segundo auto, enfilan hacia uno de los lugares preferidos por la banda para terminar sus operaciones. El camino que une Villa Elisa con Punta Lara, donde siempre está oscuro y nunca hay un alma. Lo bajan del auto y Castillo tira primero, a quemarropa, un itakazo. Con el hombre en el suelo, terminan el ritual asesino: al cuerpo caído le disparan todos, cada uno con su arma. En total son más de cuarenta balas.
Una máquina de escribir y un redoblante. La investigación de Miradas al Sur confirma y llega más lejos que la declaración de Omar Abel Giaccio. En el Juzgado Federal a cargo de Arnaldo Corazza, el ex empleado del hipódromo platense dijo –y en la causa quedó asentado, nuevamente, en tercera persona– que “por lo que se decía, quienes se encargaron de secuestrar y asesinar a Domínguez eran sectores parapoliciales del Gobernador, que era el (sic) CNU, los cuales hoy en día están todos sueltos. Se decía que Domínguez había estado amenazado por sectores de Calabró. Los que supuestamente participaban del (sic) CNU trabajaban en el hipódromo, como por ejemplo Tony Jesús, una persona de apellido Blanco, cree que Richard Calvo, el Chino Causa y otros que no recuerda”.
Al finalizar su declaración –aunque todavía bajo juramento–, Giaccio reconoció tres de diez fotografías de integrantes de la CNU que le exhibieron. En ellas identificó a Castillo, a Pomares y a Jesús. De este último agregó espontáneamente: “Es director de un área de la Cámara de Diputados”. Efectivamente, Miradas al Sur pudo constatar que Antonio Jesús (a) Tony es actualmente director de Referencia Legislativa de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires.
La participación de la banda de la CNU en el secuestro y muerte de Domínguez queda demostrada, también, por una prueba material. Cuando, después de la detención de la banda a fines de abril de 1976, una partida policial al mando del oficial principal Julio César Garachico –paradójicamente uno de los policías que liberaban zonas para que operara la CNU (ver “Un policía de temer”)– allanó la casa del Indio Castillo, se encontró la máquina de escribir robada al gremialista. Silvia Ester Domínguez, su mujer, la reconoció. Lo que nunca más apareció fue el redoblante robado esa misma noche, que pasó a engrosar la colección de instrumentos de la barra brava de Gimnasia y Esgrima La Plata, de la que Tony Jesús era un conspicuo integrante.
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