Siderurgia
Por Alfredo Zaiat
La industria siderúrgica es un sector estratégico del desarrollo económico al influir en el resto de las actividades, en especial en las producciones en series a gran escala, como electrodomésticos de línea blanca y autos, y en la construcción, bienes de capital y obras de infraestructura. El control de las fuentes de producción de acero, la disponibilidad de bajos precios relativos de la energía y el acceso a las tecnologías constituyeron los pilares de la consolidación de la siderurgia en las potencias económicas (Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Francia). A mediados del siglo pasado, economías latinoamericanas y asiáticas que aspiraban a eludir la subordinación a los países centrales y a profundizar el proceso de sustitución de importaciones asumieron el desafío de concebir una siderurgia nacional. Ese objetivo resultaba relevante para superar desequilibrios comerciales externos y proveer insumos industriales básicos (acero) a la metalmecánica, a la vez sector clave para impulsar el desarrollo industrial. En el período que abarcó las décadas del ’50 al ’70, esos países con estrategias propias en base a sus respectivas dotaciones locales de insumos impulsaron la industria siderúrgica en todos los casos con una activa participación estatal. Se plantearon la necesidad de abastecer la demanda del mercado local ante las restricciones establecidas por una oferta concentrada en las potencias. Se establecieron grandes plantas siderúrgicas para asegurar la obtención de economías de escala. La Argentina participó activamente en ese proceso al vincularlo con el desarrollo industrial y la producción para la defensa nacional.
La presencia del Estado en el desarrollo de la siderurgia para garantizar el dinamismo de la economía en su conjunto y, en particular, de su sector manufacturero, en el marco de un esquema de sustitución de importaciones, estuvo plasmada en políticas públicas específicas hacia el sector. Si bien hubo emprendimientos privados de escasa dimensión e insuficientes para atender la demanda local en las primeras décadas del siglo pasado, la siderurgia argentina experimentó un impulso decisivo cuando comenzaron a operar Fábrica Militar de Aceros (1935), Altos Hornos Zapla (1943), así como varias empresas privadas (Santa Rosa, Tamet, Acindar). La sanción de la ley 12.987 en 1947, con la formulación del Plan Siderúrgico Nacional y la creación de Somisa (planta integrada para la producción de arrabio, acero, productos semiterminados y chapa laminada en caliente), inauguró una nueva fase del desarrollo siderúrgico. Los investigadores Eduardo Basualdo, Daniel Azpiazu y Matías Kulfas explican que “con este esquema se buscó la complementariedad entre el sector público y el privado, atendiendo a las características tecnológicas y a las inversiones requeridas por los distintos procesos productivos”. En el documento “La industria siderúrgica en Argentina y Brasil durante las últimas décadas”, que elaboraron para la organización gremial Fetia-CTA, destacan que “ello suponía la implantación de una empresa de gran tamaño, de forma de maximizar las economías de escala, destinada a la producción de arrabio, acero y semiterminados”. La mayor escala de operaciones permitía aumentar la productividad de la mano de obra, reducir el monto de las inversiones por unidad productiva y mejorar la eficiencia del proceso fabril y de la distribución de los productos hacia el mercado. Esos investigadores explican que dada la magnitud de los capitales demandados, esos proyectos sólo pudieron ser encarados por el sector público que, de esta forma, facilitó y garantizó el desarrollo de los laminadores privados existentes en el país y, por otro lado, indujo la incorporación y maduración de nuevas firmas privadas en la elaboración de productos finales.
El crecimiento del sector siderúrgico fue considerado estratégico durante la fase de sustitución de importaciones por ser proveedor de uno de los insumos de uso difundido clave para el desarrollo de una vasta gama de ramas industriales. Las tres grandes fases que conforman la producción siderúrgica (hierro primario, acero y laminados en caliente y en frío) registraron un proceso de expansión con intensidades diferentes. Basualdo, Azpiazu y Kulfas destacan que, a mediados de los ’60, el sector evidenciaba limitaciones de magnitud porque los emprendimientos estatales eran insuficientes para cubrir la demanda del sector privado tanto en volumen como en calidad y variedad. También porque la mayoría de las plantas industriales operaba fuera de las escalas internacionales mínimas capaces de garantizar un óptimo económico y técnico de producción. Precisan que esa estructura que provocaba estrangulamientos ha llamado la atención por el comportamiento de las empresas privadas. “Tanto en la práctica de la política de desarrollo como en la teoría (el llamado Big Push) se suponía que el Estado realizaba las mayores inversiones iniciales, especialmente en las etapas en las que las economías de escala eran más importantes”, apuntan. Así se creaba tanto una oferta de insumos básicos como un conjunto de externalidades, que aumentaban la rentabilidad de las demás etapas, y finalmente de todo el sector. Esto atraería al sector privado, que continuaría con el proceso de inversión. El esquema se aplicó en distintos sectores (acero, automotriz, petroquímica, telecomunicaciones) y en países tan diversos como México, India y Francia, por ejemplo. “En la siderurgia argentina, los estrangulamientos parecieron mostrar que el sector privado, a pesar del incremento de la rentabilidad, no respondió al ‘empujón’ con un proceso dinámico de inversión, y más bien optó por aprovechar las ‘cuasi-rentas’ y los subsidios directos e indirectos provistos por el Estado”, sentenciaron esos expertos.
En ese contexto, el carácter estratégico de la siderurgia para el desarrollo de la economía nacional adquiere entonces mayor relevancia cuando existe la voluntad política de impulsar un proceso de reindustrialización. Hoy, con una siderurgia local madura, en su totalidad en manos privadas y globalizada, después de recibir durante décadas millonarios subsidios y beneficios estatales, además de la privatización de Somisa, el espacio de intervención estatal se limita a garantizar el abastecimiento en cantidad y precios accesibles a la industria local. Esa participación del sector público se instrumenta mediante regulaciones que involucran el área de precios, como así también alentar la inversión para la expansión de las plantas existentes en el país para acompañar la dinámica del crecimiento económico, con el objetivo de satisfacer la demanda interna y de mantener y ampliar los despachos a mercados externos.
Resistir la presencia estatal en el sector como regulador y observador en el directorio de las empresas, para asegurar ese sendero virtuoso del desarrollo industrial con inversiones y financiar planes de crecimiento, significa desconocer la propia historia de la siderurgia. Esta actividad todavía sigue manteniendo la cualidad de estratégica para economías que pretenden tener una base industrial diversificada. El Estado, antes protagonista estelar para su nacimiento y desarrollo, hoy tiene también su papel que cumplir.
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