El gesto de Cortázar
Por Ariel Zappa
A Liliana
La encontré frente a los tribunales federales. Era uno de esos días en que se llevaba adelante uno de los juicios a los represores en Rosario. No me atreví a saludarla. Estaba abrazada y lloraba dignamente. Intuí que mi saludo no alcanzaría, ni por asomo, a cubrir siquiera la mitad de esa escena. A contrapelo de lo que hoy día muchos afirman, tuve un sentimiento insobornable: recordar una parte de su historia de vida durante la dictadura. Yo no estoy harto de eso. Al contrario.
La vida de Analía y la de su familia, en esa época de horas furtivas, tuvo lugar en ciudades como Mendoza, Córdoba, de aquí para allá.
Tratando de construir una cotidianeidad que no les era tal. Una realidad ajena a los problemas comunes. Amenazados constantemente por destripadores con sed de sangre que iban tras ellos, tras de todos. Hurgando debajo de cada ladrillo, de cada baldosa, envalentonándose por cada trofeo de guerra.
Pero la vida de la familia de Analía se dirimió en Asunción, Paraguay. Allí los detuvieron agentes de civil que respondían al plan Cóndor. En una habitación estaban su hijo, su esposo y ella, con un embarazo de seis meses. Del otro lado, funcionarios del dictador Alfredo Stroessner y miembros del Acnur, la oficina de las Naciones Unidas que se encarga de los refugiados, negociando por sus vidas.
Escuchó la palabra "montoneros" y "terroristas" una cantidad infinita de veces. En todo ese tiempo, comprobó que ese cartero que tantas veces se ofreció para cualquier menester, que hablaba con ellos de trivialidades, esos tesoros que cotizan como ninguna otra cosa en el mundo cuando uno no tiene un piso donde pararse, ni era cartero ni honesto era su ofrecimiento.
Gracias al bienaventurado accionar de los funcionarios del Acnur obtuvieron un salvoconducto para toda la familia. ¿Hacía dónde? No lo supo hasta subir al avión con lo puesto. Ya, en vuelo, una azafata les avisó que su destino era Ginebra, Suiza.
Como no podía ser de otra manera, los días fueron durísimos: añorando el país, celebrando con los que escapaban, llorando a los muertos.
Supo en todo ese tiempo que en Ginebra, durante los meses invernales, el sol se ve muy poco y hay que saber encontrar su encanto con mucho ingenio. Junto a una amiga que provenía del continente africano, de un país del cual ya ni del nombre me acuerdo, que escapaba de otra dictadura siempre fraguada al fuego indecoroso del imperio, que aunque cambie de color y de modos nunca podrá limpiarse los restos de sangre que asoman bajo sus uñas, caminaban hasta un punto de la ciudad desde el cual podía aprovecharse al máximo el exiguo sol de la tarde. Era un lugar frente a una montaña. Una de sus laderas trazaba una línea inclinada que dividía al mundo en dos partes: una era fría como una postal; la otra, era una lámina tornasolada recibiendo sus últimos fulgores, como muriéndose. Pero hallar un lugar en el exilio donde ver el sol, viniendo de un país donde escaseaba la vida y arribando a otro del cual poco y nada se conocía no era algo para despreciar. Las dos se sentaban y aprovechaban la escena hasta que se agotaba. Y por unos instantes, gambeteaban esa sensación de no sentirse allá y no estar acá. De todos modos, el accionar de Analía y sus compañeras nunca se detuvo. Se encargaban de recibir las denuncias de compañeros desaparecidos y las presentaban ante la comisión de Derechos Humanos de la ONU, con base en París, para que tuvieran repercusión internacional y pudieran horadar el cerco de censura que imponía la dictadura.
Mantenían contacto con los familiares de las personas que se habían exiliado, luchando contra un enemigo que mata en silencio y cotiza en oro desde cada vida que se cobra: la tristeza.
Allí estaban una tarde, cuando antes de entrar al recinto, se abrió una puerta de par en par y la figura de Julio Cortázar emergió enfundada en un sobretodo gris de gabardina. Su rostro pétreo detenido en el tiempo. Alto, cobijando un cuaderno bajo el brazo izquierdo y blandiendo un cigarrillo en la boca. Con ese porte de enfant terrible que inmortalizó Sara Facio.
Supo decir de él, Haroldo Conti, escritor detenido desaparecido el 5 de mayo de 1976: "Francamente, sigo creyendo que no es una condición sine qua non estar ahora y aquí para opinar y aún participar de nuestra faena política. De hecho, hay gente que estando aquí es como si viviese en el Himalaya o aún en la Luna. Los clásicos espaldistas. Son capaces de escribir sobre el Renacimiento o sus aburridos fantasmas apoyados en el mismo paredón detrás del cual revientan a sus hermanos. Julio, en cambio, y para abreviar, es un ciudadano del mundo al cual no le afectan las distancias (...) Yo aprecio esto en Cortázar y se lo agradezco y creo que es bueno que se quede allá aunque sea nada más que para eso. Porque cuando enmudezcan todas las voces, habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que denuncie y ayude, que movilice y congregue".
Analía apenas pudo verlo pasar al lado suyo porque estaba de espalda. Sus compañeras, sí. Por el tumulto, un hombro de Cortázar chocó contra el de ella. Le juran hasta el día de hoy que él se dio vuelta para disculparse. Ella quedó tiesa de la emoción y no pudo devolverle el gesto.
Al terminar la tarde, como hace poco en Boulevard Oroño frente a Tribunales, Analía se abrazó con todos los que hicieron posible el juicio y castigo a los genocidas responsables de un listado interminable de compañeros detenidos desaparecidos. Y cada tanto, se daba vuelta para mirar. Y a cada minuto, se acariciaba el hombro.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-26936-2011-01-11.html
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