El juez Bejas equiparó los ataques sexuales contra las detenidas-desaparecidas con los crímenes de lesa humanidad.
La Justicia ordenó por primera vez el procesamiento de represores acusados de violar a detenidas
"Se repartían las mujeres como un botín”. La frase, dicha por Hugo Andina Lizárraga, suena a algo irreal pero sintetiza una parte de la metodología usada desde el primer día por los represores en los chupaderos y campos de concentración del Operativo Independencia, en Tucumán, a partir de febrero de 1975. Andina es un veterano y respetado dirigente del peronismo combativo de Tucumán. Desde la caída de Perón, en 1955, no estuvo ausente en ninguna lucha, salvo los días, meses y años que pasó, en oportunidades diversas, en las cárceles del país. En 1975 fue uno de los primeros prisioneros de la Escuelita de Famaillá, el campo de concentración emblemático del Operativo Independencia. Allí fue testigo de ese reparto de mujeres prisioneras entre los guardias del campo. Y escuchó cuando uno de ellos le decía a otro: “Qué tetas tiene esa guerrillera”, y el otro le contestó: “¿La querés para vos?”
La resolución judicial que semanas atrás ordenó el procesamiento de 21 personas por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el Arsenal Miguel de Azcuénaga precisa que los abusos sexuales y las violaciones de las mujeres secuestradas formaron parte del plan sistemático de exterminio. Por ese motivo, varios acusados fueron procesados por ser autores y/o cómplices de abusos y violaciones.
El juez federal Daniel Bejas recordó que en la causa 13, que condenó a los integrantes de las tres primeras juntas militares, “los delitos sexuales denunciados por las víctimas en sus testimonios no fueron objeto de acción penal, habiendo permanecido invisibilizados hasta fechas recientes”.
El magistrado destacó que los delitos sexuales fueron tipificados como delitos internacionales por convenios que la Argentina ratificó en 1958. Y precisó que “a la fecha de la comisión de los hechos que se investigan (causa Arsenal), los delitos sexuales contra las mujeres se encontraban tipificados como delitos internacionales (crímenes de guerra) y en tal carácter (son) imprescriptibles, conforme lo establecido por la Convención sobre Imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad de 1968”.
Para el juez, “el plan de represión ejecutado por la dictadura militar habilitó la comisión de ilícitos que no estaban directamente ordenados, pero que podían considerarse consecuencia natural del sistema de clandestinidad adoptado”, según lo probado en la causa 13/84 del Juicio a las Juntas. Además, afirmó que “durante la vigencia del terrorismo de Estado, la violencia de género no fue producto de desviaciones particulares, sino ejercida en forma sistemática”.
Al desmenuzar la causa Arsenal y ordenar el procesamiento de los acusados, el juez Bejas sostuvo que “autor de este delito será quien domine el hecho, es decir, quien tenga el poder de decidir o determinar la configuración central del acontecimiento, porque puede detener o proseguir la realización del suceso íntegro y partícipes serán quienes realicen aportes sin ese poder”, por lo que “la figura penal admite todas las formas de autoría (individual, mediata, coautoría paralela y funcional) y participación (complicidad e instigación)”.
En el análisis de la causa Arsenal, el magistrado afirmó que “los delitos sexuales cometidos por subordinados contra detenidos/as clandestinos/as, si bien no habrían conformado el conjunto de ilícitos directamente ordenados por las Fuerzas Armadas, sí habrían conformado el conjunto de delitos a producirse como consecuencia natural de la clandestinidad del sistema y de la garantía de impunidad vigente”.
El juez tucumano sostuvo que “aquellos imputados que poseían capacidad de decisión conforme su ubicación en la cadena de mandos, tanto de las Fuerzas Armadas como de las fuerzas de seguridad, habrían prestado una colaboración imprescindible para la comisión de tales ilícitos al amparo de tres decisiones que sí habrían conformado directamente el plan criminal: la clandestinidad de las detenciones; la autorización relativa a que los/las detenidos/as clandestinos sufran condiciones inhumanas a fin de quebrar su resistencia moral; y la garantía de impunidad para los ejecutores”.
Es la primera vez que la Justicia ordena el procesamiento de represores acusados de haber cometido delitos sexuales equiparándolos con crímenes de lesa humanidad.
Infierno en el arsenal. El lenguaje militar denominó “Lugar de reunión de detenidos” a los que eran, lisa y llanamente, campos de concentración. En el Arsenal Miguel de Azcuénaga funcionó el peor de todos los que existieron en Tucumán. Lo puso en funcionamiento Antonio Domingo Bussi, en mayo o junio de 1976, tras desactivar la Escuelita de Famaillá. Fue erigido sobre lo que había sido un polvorín de la Compañía de Arsenales Miguel de Azcuénaga, en las afueras de San Miguel de Tucumán, a un costado de la ruta 9 que conduce a Salta. A imagen y semejanza de los campos de concentración de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, tenía doble alambrada perimetral –una de ellas electrificada– torres de vigilancia, reflectores y perros guardianes. Los prisioneros permanecían tirados en el piso, sujetados con cadenas a la pared o colgados de sus muñecas atadas en marcos de ventanas. Las guardias eran cubiertas por personal de la Gendarmería.
En su dictamen ordenando el procesamiento de los acusados, el juez Bejas preservó la identidad de las mujeres que fueron sometidas a abusos sexuales y violaciones. Un gesto pequeño, pero profundamente humano, en un marco de deshumanización casi increíble.
La ex prisionera A.V.B. declaró ante el juez que un día “fue manoseada y ultrajada sexualmente por el primer alférez de Gendarmería Celso Alberto Barraza (a) Beto, lo que fue observado por Teresita Hazurún”, otra detenida. Otro día “fue sacada desnuda a campo abierto y fue obligada a permanecer con las piernas abiertas, (…) A la mañana siguiente la devolvieron al pabellón donde la tuvieron aun desnuda y prohibiéndole cerrar las piernas”. La testigo de estos hechos, Hazurún, era hija de un profesor del destacamento de Gendarmería de Jesús María y por ese motivo conocía personalmente al gendarme Barraza.
La ex detenida G.I. le dijo a la Justicia que “fue víctima de violaciones sexuales en varias oportunidades”. Tenía entonces 17 años y el autor de las violaciones fue Víctor Sánchez (a) Pecho i’ tabla, personal civil de Inteligencia del Ejército que sembró el terror en el este tucumano. También fue violada por sus torturadores, oficiales del Ejército y de Gendarmería que integraban los equipos de los pomposamente llamados IPG (Interrogadores de Prisioneros de Guerra).
La joven B.H., de la misma localidad que la anterior, relató que en el operativo de secuestro reconoció a Víctor Sánchez: “Me meten en un auto en el piso del asiento de atrás, me golpean y me ponen en la cara el miembro sexual de ellos mientras me agredían”. La misma patota, una semana antes de llevarse a B.H. allanó su casa, oportunidad en la que “se llevan secuestrada a mi hermanita menor, de 12 años, a quien amenazan, torturan y la violan en la comisaría del pueblo”.
Un veterano militante de la zona, Santos Aurelio Chaparro, sobreviviente del Arsenal, contó que “una chica a la que llamaban La Petisa, de nombre Inés, parada al lado suyo, desnuda, le mostró cómo le habían cortado los pezones y le dijo que la acababan de violar”.
N.C. era estudiante de arquitectura. Fue secuestrada en setiembre de 1976 de un local de la exposición que todos los años organiza la Sociedad Rural tucumana, donde estaba trabajando. Apenas ingresada al campo de concentración del Arsenal fue violada por un hombre, personal civil de Inteligencia. En otra oportunidad, “la llevaron a una casilla de madera para picanearla y dos días después comenzó a sangrar y se le produjo un aborto”. N.C. también contó que uno de los gendarmes del destacamento de San Juan la “acosaba sexualmente y por no acceder me paraba a la hora de la siesta hasta que perdía el conocimiento”. Gendarmes de ese destacamento sanjuanino integraban el pasaje del avión Hércules destruido por una bomba en el aeropuerto Benjamín Matienzo de la capital tucumana, muriendo cinco de ellos. Uno de los sobrevivientes, llamado Manchado, por las secuelas del atentado, era el terror de los prisioneros del campo de concentración.
Delitos sexuales y degradación. Los abusos sexuales y las violaciones fueron prácticas sistemáticas de los represores, que apuntaban a la degradación de las mujeres en cautiverio. En el caso de Tucumán, hay denuncias que se remontan al año anterior al comienzo del Operativo Independencia, incrementadas de forma notable con el comienzo de la ocupación militar de la provincia, el 9 de febrero de 1976.
En mayo y setiembre de 1974 Tucumán sufrió dos operativos. El primero fue ejecutado por la Policía Federal y comandado por el comisario Alberto Villar. El segundo fue del Ejército, dirigido por quien entonces era comandante de la Quinta Brigada de Infantería, Luciano Benjamín Menéndez. En ambos casos las tropas cometieron toda clase de atropellos, incluidos abusos sexuales y violaciones. Las víctimas, cuando quisieron hacer las denuncias, no fueron escuchadas por los jueces, algo que también ocurrió ya lanzado el Operativo Independencia.
Apenas iniciado ese plan militar, el obrero Domingo Paz fue secuestrado y llevado a la Escuelita de Famaillá. Declaró que en el aula donde estaba tirado en el piso, junto a otras personas atadas con alambres de púas, se le corrió la venda que tapaba sus ojos. Entonces pudo ver: “Entraron dos uniformados que no vieron que yo no tenía la venda y se dirigieron hacia una ventana donde había dos chicas, también atadas y casi desnudas y uno de ellos comenzó a violar a una de ellas, mientras la insultaba”.
Los hermanos Werlino Díaz y Angel Díaz, obreros del ingenio Bella Vista, fueron secuestrados de su vivienda en El Cuadro, un conjunto de miserables casuchas construidas por los dueños de la fábrica azucarera para alojar a trabajadores. La patota militar que se los llevó estaba al mando del “tristemente célebre subteniente Barceló”, al decir de los tucumanos que lo padecieron. Barceló murió después en un confuso episodio y fue ensalzado como “héroe caído en combate”, cuando al parecer un camarada suyo lo baleó por la espalda. Los Díaz fueron llevados a la Escuelita de Famaillá. Ángel no apareció más, en tanto Werlino declaró que presenció y escuchó cuando un militar interrogó a una prisionera. La joven dijo tener 19 años.
El represor le preguntó si “sabía que su novio estaba en la fulería” (los militares llamaban fules y fuleros a quienes acusaban de guerrilleros) y de inmediato le dijo: “Bueno, ahora vas a tener otro novio”. Seguidamente Werlino escuchó que la mujer pedía que “no lo hagan así”, cuando la estaban violando. “Lo que es peor –dijo Werlino- es que fueron varios los que la violaron.”
El 1º de marzo de 1975, dos semanas después de iniciado el Operativo Independencia, una patrulla militar detuvo a R.C.C. en el humilde rancho que habitaba junto a su abuela, en el campo tucumano. Allí mismo fue maltratada, torturada y abusada: “Me introducían en la vagina una goma (cachiporra), mientras todos me manoseaban”. Trasladada a la Escuelita de Famaillá, un militar la violó mientras la amenazaba: “Si gritás te mato, zurda”. Alojada después en la cárcel de Concepción, fue trasladada en junio a declarar ante el juez federal Manlio Martínez, quien “no me prestó atención a lo que yo quería decirle sobre los maltratos y las violaciones”.
J.N.O. vivía en Monteros y era peladora de caña en Yacuchina. En el invierno de 1976 los militares fraguaron un combate en la finca donde ella, junto a varias familias de peladores, estaban trabajando. Los uniformados “prendieron fuego a los tractores, camionetas y carros (…) detuvieron a todos los presentes, nos ataron y vendaron los ojos y comenzaron a torturarnos”. Allí mismo asesinaron a todos los integrantes de las familias Rivero y Rojas, “salvo al Mocho Rivero, que lo llevaron prisionero y uno de los hijos de Rojas, que logró escapar”. Los detenidos fueron llevados a la base militar que funcionaba en el ingenio La Providencia, en Río Seco. Allí, J.N.O. fue “violada por uno de los militares a la vista de todos los demás”. Después les fueron sacadas las vendas a todos los prisioneros para que vieran, a modo de escarmiento, como al Mocho Rivero “lo mataron incrustándole una bayoneta, pero antes le amputaron el pene”.
Sobre el final del año 1975, M.V. fue secuestrada de su casa en la ciudad de San Miguel de Tucumán, una noche que se encontraba preparando la tesis que debía presentar un par de días después en la Facultad de Filosofía y Letras. Un grupo de tareas al mando de un teniente la llevó a la Jefatura de Policía. Allí, el alienado jefe de esa repartición, el aún hoy impune teniente coronel Antonio Arrechea, la interrogó mientras la insultaba y le gritaba que “se tapara las carnes”, debido a que se le subía el camisón que vestía al ser arrancada de su hogar. En la madrugada del 24 de diciembre, la Nochebuena de los católicos, uno de sus captores la violó en una celda, mientras a su lado los integrantes de los grupos de tareas, militares y policías, celebraban el nacimiento de Jesús.
El caso de S.A.N. es uno de los ejemplos más terribles de violaciones sistemáticas y reiteradas, con robo de bebé incluido. Fue una esclava sexual durante un año, mientras se encontraba detenida en la cárcel de Villa Urquiza, tras haber sido secuestrada por una patota policial. Declaró que fue violada repetidas veces por el jefe del penal, comisario Marcos Fidencio Hidalgo, y por casi todos los integrantes del grupo de tareas que operaba desde ese penal. Embarazada, dio a luz una criatura que le fue sustraída. Cuando la entrevisté, estaba convencida de que los abusos y violaciones ya habían prescripto y ni soñaba con que los delitos sexuales pudieran ser considerados de lesa humanidad. Su única preocupación era poder recuperar el hijo que nació de sus entrañas.
El horror de lo ocurrido en los campos de concentración del Operativo Independencia bien cabe en las palabras de Primo Levi sobre las políticas de exterminio ejecutadas por los nazis en Europa: “En el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”.
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