A DIEZ AñOS DEL FALLO QUE DECLARO LA INCONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES DE PUNTO FINAL Y OBEDIENCIA DEBIDA
“Hubo que luchar contra nuestros límites”
El coordinador de la Unidad de Seguimiento de las Causas por violaciones a los derechos humanos, Pablo Parenti, trabajó en la redacción de aquel escrito y en esta entrevista evalúa el proceso que permitió la reapertura de los juicios a represores.
Por Victoria Ginzberg
Una flor en medio de un desierto. Esa fue la imagen que Página/12 puso en la tapa para ilustrar la firma del fallo que declaró la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. Diez años después, 200 represores están condenados y hay numerosos juicios abiertos en todo el país. Pablo Parenti trabajó en la redacción de aquel escrito judicial y actualmente es coordinador de la Unidad de Coordinación y Seguimiento de las Causas por violaciones a los derechos humanos cometidas durante el terrorismo de Estado. Aquí analiza ese recorrido: el personal, el de la Justicia y la sociedad argentina.
–¿Cómo fue la experiencia de participar de la redacción de ese escrito?
–Fue algo muy intenso, por la importancia del tema y por la complejidad jurídica. Yo tenía 15 o 16 cuando se hizo el Juicio a las Juntas y llegué a ir a una de las audiencias. También viví la efervescencia de aquellos años: Semana Santa, las leyes de punto final y obediencia debida, las marchas contra los indultos. Por eso, cuando años después el CELS planteó la inconstitucionalidad de las leyes en el caso de la familia Poblete sentí que estábamos frente a algo tremendamente importante y me acuerdo que puse como condición para trabajar en el tema, que necesitaba tiempo para estudiar bien la cuestión y que, en caso de que nos convenciéramos de que había argumentos sólidos, había que trabajar mucho la argumentación del fallo. No quería hacer algo que no fuera serio y hacerlo sólo porque uno considerara moralmente justo anular las leyes. Fue un trabajo de casi seis meses, sin horarios porque la cabeza no paraba y a cualquier hora me despertaba y anotaba algo en un papel. Fue más que un trabajo, fue una experiencia de vida, algo apasionante donde jugaban fuerte los deseos, pero también había que hacer un esfuerzo por mantener la cabeza fría.
–¿Cuál fue el principal escollo o lo más difícil de argumentar?
–Se planteaban cuestiones jurídicas muy complejas. Lo más difícil era la idea de aplicar directamente normas del derecho penal internacional por parte de tribunales nacionales, sobre todo la imprescriptibilidad. Para entender eso no sólo hubo que estudiar mucho, sino que hubo que luchar contra nuestros propios límites, nuestra manera de entender el derecho hace diez años. Hoy todo el mundo reconoce el valor del derecho penal internacional, se habla con naturalidad de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, pero en aquel momento todo eso sonaba raro para nuestra cultura jurídica. La sensación fue que estábamos caminando por un terreno bastante virgen.
–¿Pensaban que el fallo iba a prosperar?
–No teníamos demasiadas expectativas de que fuera confirmado por la Corte. Eran días del gobierno de De la Rúa, que estaba negando sistemáticamente las extradiciones de militares a España y otros países, y estaba la Corte menemista. Nos propusimos hacer un fallo que fuera lo más difícil posible de revocar. Y creo que el hecho de que casi todo el mundo lo recibió como un fallo muy fundado le dio un prestigio adicional y quizás hasta le permitió una sobrevida mayor. Obviamente, no hay que engañarse: creo que aquella Corte lo hubiera revocado. La Corte que lo termina confirmando, en 2005, ya no era la Corte menemista.
–¿Cuál fue la importancia de que el Congreso anulara luego las leyes?
–Me acuerdo de que no me gustó cuando el Congreso anuló las leyes porque me parecía que se introducía un elemento complicado y que, además, era innecesario. Los argumentos ya estaban disponibles para que las leyes fueran consideradas inválidas por el Poder Judicial. De hecho, ya había habido varios fallos en ese sentido. Sin embargo, con el tiempo entendí que fue un gesto importante del Congreso, que le dio mayor legitimidad política a la decisión. La importancia práctica de lo que hizo el Congreso está a la vista. La mayoría de las causas se empiezan a reabrir cuando sale esa ley del Congreso. Incluso eso pasó con la Cámara Federal de la Capital, que había confirmado nuestro fallo en 2001, pero recién reabrió las causas ESMA y Primer Cuerpo después de que el Congreso dictó la ley de nulidad, en 2003.
–¿Lo sorprendió que el juez del caso esté ahora defendiendo a una persona acusada de apropiarse de hijos de desaparecidos?
–Me sorprendió, pero no sentí nada demasiado especial. Cada uno elige qué hacer de su profesión y, personalmente, nunca tomé a Gabriel Cavallo como un modelo a seguir, ni como referente de los derechos humanos. Fue un juez que firmó un fallo que creo que fue muy valioso porque expresaba una necesidad social y porque se hizo en un momento adecuado. Obviamente eso tuvo una gran repercusión y, para muchos, Cavallo se convirtió en un referente o algo así y ahora se sienten decepcionados. A veces se le asigna apresuradamente a una persona el papel de referente o de ícono y, quizás, el problema central está ahí y no tanto en lo que él haga con su profesión.
–¿Cuáles son hoy los principales obstáculos para el avance de las causas?
–Si bien se avanzó bastante en los últimos años, falta mucho. Las dificultades para avanzar están en la propia administración de justicia y en la falta de mecanismos eficaces para corregir la inacción y la desidia judicial. Obviamente hay muchos factores que habría que señalar, desde la falta de preparación para trabajar con casos medianos o relativamente grandes, hasta cuestiones ideológicas. Hay un abanico de problemas. La dispersión de casos que se produjo durante los años de la reapertura fue algo que hizo mucho daño y nos costó mucho revertir, hacer comprender a los operadores judiciales que los casos debían agruparse por centro clandestino, por área de represión, por algún criterio que no fragmentara la prueba y las investigaciones. Se ha mejorado y hoy vemos que empiezan a hacerse juicios más grandes. Un tema grave es el de las demoras que hay en Casación para la revisión de las sentencias. Hay sentencias que llevan más de dos años en Casación y aún no se han resuelto. Hay varias personas que fueron condenadas por los tribunales orales y están en libertad porque sus sentencias no están firmes. Y no están firmes por estas demoras.
–La Unidad está advirtiendo sobre las excarcelaciones: ¿cómo se conjugan las garantías de los acusados con la necesidad de impedir que se fuguen? ¿No es demasiado que algunos esperen hasta que la sentencia quede firme? ¿Hay privilegios para algunos represores?
–Nunca sostuvimos que todos los acusados tengan que estar en prisión preventiva y sin límite de tiempo. Una cosa es limitar en el tiempo la prisión preventiva, que es algo lógico, y otra es conceder livianamente excarcelaciones sin analizar si hay riesgo de fuga o de entorpecimiento de los juicios. Nuestras críticas apuntan a esto último. Vemos que en los últimos años se concedieron graciosamente excarcelaciones sin tener en cuenta cómo impacta esto en los juicios. Y no hablamos sólo de las fugas, hablamos de cómo repercute en los testigos. Tuvimos y aún hoy tenemos juicios orales en los que los acusados se van caminando y pueden encontrarse en la esquina con un testigo que declaró o que tiene que declarar las cosas aberrantes que esa persona le hizo. ¿En qué condiciones declara ese testigo? La Corte hace unos meses dictó varios fallos en los que anuló excarcelaciones y en los que se mencionaron todas estas situaciones. Los tribunales tienen que revisar los criterios para otorgar excarcelaciones.
–Hace diez años, ¿esperaban que hubiera ahora juicios en todo el país y 200 condenados? ¿Se avanzó mucho o poco?
–Si uno se retrotrae diez años y mira la situación actual, la verdad es que se logró mucho más de lo que podía esperarse en aquel momento. No sólo se logró que la Corte ratificara la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y los indultos, sino que hay muchísimos juicios en marcha, 200 condenados y más de 800 procesados. La agenda de los tribunales está marcada hoy por estos juicios. Pero lo que menos tenemos en la Unidad es una mirada conformista. Sabemos que se puede hacer mucho más, que la Justicia no dio todas las respuestas que debe dar y no hay que distraerse un minuto porque cualquier distracción puede implicar meses de demora que no se recuperan más.
–¿Cuál es su balance sobre el trabajo de la Unidad?
–La de la Unidad es una experiencia inédita. Nunca hubo una instancia encargada de hacer un seguimiento de procesos en todo el país y de intentar coordinar la labor de los fiscales. Para nosotros supone una interacción permanente con decenas de fiscales y de personal contratado para atender estos juicios, también con el Poder Judicial y con querellas. La experiencia ha resultado enormemente fructífera, pero no está exenta de dificultades. Nuestro trabajo a veces choca con ciertas tradiciones del sistema, como la preponderancia de los jueces frente a los fiscales o la idea, a veces mal entendida, de la autonomía de los fiscales, como si autonomía significara que cada fiscal fuera una isla. De todos modos, en la inmensa mayoría de los casos hemos encontrado una muy buena predisposición de los fiscales para discutir situaciones y planificar estrategias. Por otro lado, hemos tenido un apoyo enorme del procurador Esteban Righi.
–¿Se puede decir que la Justicia argentina es un ejemplo para el mundo?
–Argentina en esta materia es un ejemplo para el mundo. Fue un país que intentó juzgar los hechos no bien cayó la dictadura. Si bien fueron procesos que ya nacieron con ciertos límites, fue muy valioso. El Juicio a las Juntas tuvo repercusión mundial y se convirtió en un faro para lo que vino después, no sólo en Argentina. Argentina es un ejemplo de que se puede superar la impunidad. La reapertura de los juicios en Argentina produjo una irradiación hacia otros países y aún hoy los procesos judiciales argentinos son mirados por el mundo. A la vez, estos juicios tienen, entre otras virtudes, la de poner al descubierto todas las características de la administración de justicia. Queda claro que no está preparada para lidiar con casos medianos o grandes, es decir, casos que salgan del caso prototípico de un hecho y uno o pocos acusados; se notan las dificultades para planificar estrategias de trabajo, la delegación de funciones, y también la existencia de un código procesal que no se ajusta al rol constitucional del Ministerio Público. En el caso de los juicios a represores hay que sumar factores ideológicos que claramente inciden o la permanencia de funcionarios que vienen de la dictadura.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-165031-2011-03-28.html
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